Artículo de Christian Sellés
Suenan las campanas… Tocan a muerto, como tantas otras veces en la aldea pero hoy se escuchan más cercanas. Antes de las campanas sonó el móvil, «Orentino acaba de morir», ya no podré mirar con él e intentar explicarle cómo funciona la cámara de vídeo que acababa de comprar…
No sé si será el primer recuerdo que tengo de él, pero sí el que quiero mantener de partida: su música los domingos por la mañana. Coplas, pasodobles, jotas, Manolo Escobar, El Fary, Diana Navarro… Alta, muy alta, poniendo banda sonora a la aldea y compitiendo con el repicar de la misa de la iglesia. A algunos les hacía gracia, a otros les molestaba y a mí, viviendo a su lado, me alegraba por poco que hubiera dormido porque a él le daba vida, y la vida a alguien no se le niega nunca.
Orentino tenía 89 años, era un secreto que tenía cuando le preguntaban la edad que tuvo que confesarme al venir a mi casa un día para que le revisara la factura del teléfono. Para cambiar su contrato, haciéndome pasar por su sobrino, necesité su DNI y ahí estaba como fecha de nacimiento el 25 de diciembre de 1925, » aínda que nacín antes, o meu pai tardou uns días en rexistrarme «. Nunca le guardé el secreto y siempre presumí de lo bien que estaba a sus años.
Vivíamos pegados, su casa se encuentra en un espacio extraño entre dos fincas, queda encajonada y no tiene terreno, algo cuanto menos peculiar en una aldea gallega. Nos acostumbramos a saludarnos por cortesía, como buenos vecinos en el ascensor, con la mano, con un leve movimiento de cabeza, con un «ata logo». Siempre con su bigote perfectamente definido, recortado y peinado, el que le confesé un día que me daba envidia cuando me dejé barba porque a mí no se me daba tan bien y él sonreía orgulloso. «Ti es o de Madrid?», porque aquí soy el madrileño, por mucho tiempo que pase o lleve… Y ahí empezó todo.
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