Un relato: La huida

Me sonrió y reparé en sus manos. Llevaba guantes de goma blancos, más como los que llevan los médicos que como los que se llevan para limpiar. Pero eso es lo que estaba haciendo, limpiar. En una mano, una bolsa de basura blanca. Grande, aunque no de tamaño industrial. Sin duda, no habría podido con una de esas por su edad. En la otra mano, un cepillo y un recogedor hábilmente cogidos entre solo cinco dedos. Iba para un sitio a otro con paso ágil, articulando una danza con los tres instrumentos con tanta fluidez que parecía que llevaba horas haciendo lo mismo. Igual llevaba horas haciendo lo mismo.

Cogía una lata o un papel entre recogedor y cepillo y cuando lo tenía enganchado, se valía de la mano que liberaba para meter en la bolsa de basura los deshechos. Llevaba un ropa pensada para la tarea: un conjunto de pantalón y chaqueta, suficientemente limpios para salir a la calle, pero sin duda preparados para mancharse si era menester. Cajas de tabaco, envoltorios de comida, bolsas, nada se le resistía. Primero lo más grande y luego ponía atención a la porquería más pequeña. Una fluidez y una habilidad especial que le permitía hacer con precisión todo esto, mirar a su alrededor buscando su nueva ‘presa’ y, a la vez, estar atenta a las personas que como yo pasábamos cerca de ella.

Por eso, por esa habilidad, nuestra miradas se cruzaron. ¿Conoces la sensación de sonreír con la mirada? Pues esos hicimos las dos. Tal vez era la primera vez que ella repara en mi, pero no al revés. Un día, desde más lejos que hoy, ya me di cuenta de su baile. Pensé que sería alguien contratada, pero su vestimenta me chocó. No encajaba en el perfil. Su estilo ‘de señora’, su pelo blanco, sus zapatillas de ‘caminar’. Nada que ver con el mono verde de los limpiadores profesionales o sus zapatos de seguridad. En ese momento, mi pensamiento acabó ahí. Las prisas del día a día no permiten más. Al cabo de unos días la escena se repitió, aunque esta vez, la observé desde un poco más cerca. La cercanía de otras personas a ella me hizo pensar que tendría un motivo para estar allí relacionado con la familia que jugaba en el césped con un pequeño niño. No se hablaban, pero su proximidad física y mis ganas de buscar una explicación plausible de lo que hacía encajaron.

Cuando esta mañana volví a verla, no me dio tiempo a pensar en las hipótesis de su estancia allí. Al momento, nuestras miradas se cruzaron y nos sonreímos. En seguida ella mostró interés en mis dos perras, protagonistas del paseo que estábamos dando. Las llamó como si las conociera y se entusiasmó al ver que ellas respondían. Las acarició con cariño mientras les dedicaba palabras agradables. Parecía buscar una conversación con ellas, relacionarse con ellas. Entonces, aunque no sin dudar unos momentos, lo pregunté: ¿Por qué está aquí y por qué hace lo que hace?

Su primera respuesta no me aportó la información que yo precisaba: «Me encanta barrer». Así que me lancé a concretar más: «Pero… ¿lo hace por iniciativa propia?». Y, de pronto, como si viera la luz al final del túnel en una explicación que se le antojaba difícil de resumir, me dijo: «Sí». Y ahí se abrió algo dentro de ella: «Tengo mucho tiempo libre. Me sobra mucho tiempo», comentó como si se corrigiera, como si disponer de horas del día fuera un crimen. «Estoy sola, prefiero hacer algo útil. ¿Te he dicho que me encanta barrer?». En ese momento me di cuenta.

Esa mujer que veía muchas mañanas en el parque, vestida a medio camino para salir a la calle y estar en casa, que recogía cada desperdicio del césped, estaba huyendo. De la soledad y quién sabe si de la depresión, haciendo algo maravilloso por los demás. Así que casi sin pensar le dije ‘gracias’. «Lo que hace nos beneficia a todos y lo menos que podemos hacer es agradecerselo», comenté mientras pensaba en todas esas personas que la habrían visto igual que yo, recogiendo la basura dejada por otros, que habrían pensado que estaba loca, que alguien le pagaba por ello, o simplemente ni repararon en su figura.

Ella, incomoda, tal vez por mis agradecimiento o tal vez huyendo de intimar más con una completa desconocida, volvió a llevar su atención a mis perras acariciándolas y volviendo a poner una voz de cariño para dirigirse a ellas.  Lo entendí perfectamente. «A estas dos les encantan los mimos, ahora siempre que la vean van a querer que las acaricie». Ella, volvió a sonreír con su mirada y siguió con su tarea. Su huida.

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