Publicado en El Caballo de Nietzsche (ElDiario.es)
¿Cómo te pudimos encerrar de por vida? ¿Cómo pudimos hacer una cárcel para ti sin que cometieras ningún delito? ¿Cómo pudimos despreciar de esta manera tu vida?
Son muchas las preguntas que durante 30 años de agonía se han podido acumular en la mente de todas las personas que lucharon por la liberación del oso polar llamado Arturo y que hoy a puesto fin a su sufrimiento de la peor, pero quizás única forma en la que ya era posible: con la muerte. Arturo ha muerto después de vivir recluido en un ridículo recinto en el que lo más parecido a su hábitat era un miserable mural pintado en una de las pareces de su jaula.
Por allí han pasado inocentes centenares o miles de niños que en su retira se llevarán la imagen de que un oso polar esa eso. Digo eso porque desde hacía muchos años Arturo era una sombra de lo que un día fue. De lo que debería hacer. La tristeza, la soledad, el cautiverio, unido al maltrato directo. ¿Cómo si no se puede denominar tener a un oso polar expuesto a temperaturas de 40º que le ocasionaban quemaduras en su cuerpo?
Alguno le llamaban ‘el oso más triste del mundo’ y hoy, en el día de su muerte, muchos medios han titulado así su obituario. ¡Qué mezquinos somos los seres humanos! Arturo no era el oso más triste del mundo, nosotros le convertimos en un animal desesperado que en un momento dado lo único que hizo fue esperar su muerte.
Muchas de las fotos que encontraréis si buscáis en la web son las de un oso tirado, con mirada perdida, durmiendo para que los días de cautiverio pasaran lo más deprisa posible. Él no tuvo ni la oportunidad de escapar en tantos y tantos años. Estuvo solo esperando la muerte.
Y lo peor de todo, ahora que Arturo ya es ‘libre’, es que hay miles de ‘Arturos’. Tigres que atacan desesperados por escapar; rinocerontes que caminan en círculos en sus recintos de zoológicos; monos que se mecen porque hacen tiempo han perdido la noción de sus vidas. Y peces que han olvidado lo que es el mar en los acuarios. Y elefantes que lloran día y noche en los circos obligados a hacer cosas por culpa de un látigo y las descargas eléctricas de sus ‘cuidadores’. Y perras recluidas que ven como les obligan a parir y antes de poder conocer a sus hijos se los quitan en criaderos. Y cerdas que no pueden ni ponerse de pie mientras sus hijos son enviados al matadero antes de que dejen de ser ‘tiernos’. Y terneros que jamás tomarán la leche de su madre en las granjas. Y cerdos que siguen una fila mientras escuchan y ven lo que les hacen a sus compañeros de delante en los mataderos.
Una lista infinita y miserable de ‘Arturos’ que permitimos y fomentamos los seres humanos, que sin necesidad alguna perpetramos en nuestros día a día. Dónde condenamos a los más pequeños a perpetrar ese rol de verdugos del mundo. Y donde la maquinaria se pone en marcha para ver como algo ‘normal’ lo que le hicimos a Arturo. ¿Hasta cuando?