Estreno colaboración en Dispara, un magazine digital nuevo con una sección dedicada a los Derechos Animales y la ecología.
Cuando pensamos en el maltrato animal parece que siempre consiste en barbaridades que nunca toleraríamos si estuviéramos cerca de ellas. Damos por hecho que solo se producen lejos, en lugares ajenos, fuera de nuestra vista. Pero a veces, muchas veces de hecho, el maltrato está a la vuelta de la esquina. De forma literal. Nos levantamos por la mañana con la noticia de que la OMS confirma que la carne roja y los productos cárnicos procesados aumentan las probabilidades de padecer cáncer. Pensamos en nuestra salud, en otras cosas perjudiciales y vemos los memes que han hecho con la noticia estrella. Lo que ocurre antes de ese procesamiento no está ni en nuestras consideraciones ni en la noticia. Los mataderos son lugares aislados, inaccesibles, no va con nosotros. Otra noticia, la de que por primera vez en España ha ingresado en prisión un condenado por maltrato animal, altera nuestra tranquilidad. El acusado mató a su caballo a golpes por no correr bien en una carrera. Los comentarios en las redes sociales son similares: gente horrorizada por la crueldad, el sadismo y la brutalidad con la que mató al equino. Como si hubiera formas ‘dulces’ de matar a alguien. De nuevo, una noticia que nos deja ‘a salvo’ del maltrato animal, porque se produce a cientos de quilómetros, en ambientes alejados de las grandes ciudades. Pero vuelvo a mirar al otro lado de la esquina y lo que encuentro no es mucho mejor.
Nos levantamos por la mañana y escuchamos al perro del vecino ladrar. Normal, se pasa 12 horas solo en casa, solo le sacan a la calle una o dos veces con suerte y, encima, por la noche, le dejan en un pasillo. Siente la soledad y recuerda los días en que al ser cachorro todo eran juegos y atenciones. Le entendemos, pero seguimos adelante. Vamos por la calle de camino al metro. Es imposible no ver a ese gato pequeño que come algo de pienso debajo de un coche. ¿Dónde habrá pasado la noche? ¿Quién le habrá puesto un poco de comida? ¿Qué le habrá pasado en esa pata que no apoya? Vemos un cuenco de agua volcado. A alguien le molestó y lo tiró. Poco le importó que no tuvieran los gatos de la colonia otro lugar donde encontrar agua limpia para beber. Menos mal que las dos señoras que cuidan de ellos vendrán pronto. Tendrán que ver, una vez más, este maltrato de bajo voltaje.
Salimos del metro, llegamos a nuestro trabajo. Está en el centro de la ciudad. Mientras esperamos que el semáforo se ponga en verde, nos fijamos en una paloma. Busca alguna miguita en el suelo. Camina de forma extraña. Al girarse podemos ver que le falta gran parte de una pata. Se apoya en el suelo con un muñón que aún conserva un trozo de la cuerda que le quitó lo que en otro momento fue una de sus garras. Enseguida emprende el vuelo al notar cómo un señor, completamente ajeno a su presencia, se acercan a ella. Nos alejamos también, pensando en cuantas no sobrevivirán a las infecciones provocadas por las amputaciones, las quemaduras o los venenos. Desde la altura oímos el trinar de otra ave. Un canario. No llegamos a ver la jaula, pero suena a jaula. Un balcón, por seguro y cómodo que sea, no llegará nunca a ser un hogar si no lo elige uno propio.
Cruzamos un parque y nos encontramos a un perro que huele insistente un poste mientras mueve la cola feliz. Una chica corre hacia el gritándole ‘no’. Estaba a punto de lamer el polvo amarillo que alguien ha echado en una esquina. Aunque es ilegal y peligroso para la salud de todos – no sólo de perros y gatos, sino también de aves o de niños-, aún hay gente que lo echa para evitar que los perros ‘marquen’ las esquinas con su orín. Y lo peor de todo: aún hay gente que no les denuncia cuando lo hacen. El resto del parque sigue conmocionado con otro suceso. Un vecino se encontró salchichas con alfileres en su interior. Por suerte ningún animal — humano o no— resultó herido. De nuevo, la impunidad del maltrato.
Subimos por la calle y delante de nosotros aparece un escaparate con grandes manchas rojas. Cuerpos despedazados, sin rostro ni identidad aparecen tumbados sobre una mesa. Se intuye la sangre y el sufrimiento en el delantal verde y negro que lleva el dueño del local, que fuma un cigarro en la puerta como si nada. Justo al lado, como si de una broma del macabro azar se tratase, aparece una ‘tienda de animales’. Pequeñas cobayas y hurones se apilan y mueven nerviosos en una urna de cristal. Parece que buscan algo y estamos seguros de que es la salida de ese recinto. Al lado de los ratones un cartel: ‘Alimento para serpientes’. Víctimas de las víctimas de la esclavitud y el tráfico de seres.
Ya son las once. Salimos a por un café. Restos de lo que en su día fueron seres vivos se muestran bajo un cristal en la cafetería. Un cartel con el símbolo de prohibido y la silueta de un can anuncia en la puerta que dependen de tu especie eres bienvenido o no. Pido un café. Nos ofrecen leche materna, la rechazamos. Veo entre gritos y risotadas como los demás consumen el miedo de los otros. Una nube de felicidad inconsciente nos envuelve, como si de una mala pesadilla se tratara. Normalizar el maltrato es lo que tiene, que a veces ni lo vemos. Fijamos la mirada en la entrada. Tienen puesto un cartel que anuncia que allí verá la retrasmisión del próximo Real Madrid –Atlético. Justo al lado otros dos carteles más: uno de la próxima corrida en una plaza de Perú y otro de un circo que llega a la ciudad el mes siguiente. ¿Desde cuándo el ocio no es pasarlo bien? ¿Desde cuándo somos capaces de hacerlo solo y cuando otros lo pasa mal? ¿Cuándo volvimos a esos tiempos oscuros dónde lo que pedía el público era la sangre de los más débiles?
Volvemos a la oficina. Allí comentan la noticia sobre el informe publicado por la OMS y el estudio de la Universidad de Harvard que rechaza el consumo de lácteos en una dieta sana. Comentarios, bromas y memes pero me quedo con la misma idea. Comer una cosa u otra no es automáticamente una condena de muerte. Al menos no para nosotros, pero que se lo pregunten al cerdo, la ternera, el cordero, el pollo… Alguien nos dice que ella solo come pavo. ‘Bravo’, pensamos. Otro compañero nos mira con lástima. Se acerca. Nos muestra muy enfadado que ha firmado una petición para que ‘alguien haga algo’ en la perrera de Alcorcón para que no sigan produciéndose muertes horribles y los perros no sigan viviendo en condiciones infrahumanas. ‘Es increíble’, nos asegura indignado. Le preguntamos qué es ese ‘que alguien haga algo’. Nos responden un poco molestos que serán las autoridades quienes hagan por cambiar. Las mismas autoridades que pusieron a trabajadores condenados por maltrato animal, que pagaron sus salarios, que miraron para otro lado ante las primeras denuncias. De nuevo, pensamos que el maltrato animal es algo ajeno a nosotros, contra el que no podemos hacer nada. ¿Esto nos hace sentir menos culpables? ¿Menos malos?
Nos vamos a casa. Pero sabemos la verdad. El maltrato acecha a la vuelta de la esquina. Cada día. Y está en nuestra mano hacerlo desaparecer.