Publicado en Publicoscopia
España es un país de chiste. No lo digo yo, lo dice la historia. Viene a proclamarse nuestro rey el hermano de Napoleón, José Bonaparte, y contraatacamos llamándole ‘Pepe Botella’. Tenemos un heredero al trono con un nombre complicado y le rebautizamos como ‘Leopoldo Olé-olé si me eligen’. Y lo mismo hacemos hoy día. Se destapa un escándalo de corrupción al más alto nivel y hacemos lo mismo que hace 300 años pero por redes sociales. Escuchamos que ‘dimitir’ no es un nombre ruso, porque parece que ningún político español está dispuesto a hacerlo. Pero vamos a incluir un poco de ciencia ficción en la fórmula: Y si lo hicieran ¿de qué serviría?
Desde luego por responsabilidad social, para no llegar al punto de desprestigio de las instituciones y para aumentar el grado de confianza en los demás políticos. Sí, pero en términos reales, ¿solucionamos el problema? Por un lado tenemos la mala acción del político. Por ejemplo, un alcalde que ha amañado un concurso para darle la concesión a la empresa de su cuñado. ¿Hay algún mecanismo para volver atrás y darle ese dinero público a la mejor propuesta presentada? Otro ejemplo un poco más ‘elevado’. Si finalmente se demuestra la financiación irregular de la que acusan al Partido Popular se quedará en un simple asunto fiscal. ¿Pero qué pasa con esas leyes que se llevaron a cabo para ‘agradecer’ las cuantiosas e ilegales donaciones de empresarios al partido del Gobierno? Se quedan ahí, nos las comeremos.
Está claro que en algunos casos judicialmente es difícil hacer la conexión entre ‘el regalo’ y ‘el favor’, aunque sea de dominio público. Pero en otros casos, volver atrás la acción ilegítima es imposible. ¿Qué pasará si se demuestra que el Gobierno de la Comunidad de Madrid prevaricó y se saltó las leyes al ejecutar al perro de Teresa Romero, Excálibur? Sobra decir que la dimisión de Javier Rodríguez, el Consejero de Sanidad y superior de quien dio la orden, Julio Zarco, no serviría de nada. De nada. Ni para mejorar la imagen de la política en la comunidad – ya se preocupó él de dejarnos claro que vivirá muy bien aunque le echen-, ni para que la familia recupere al miembro que le asesinaron – no, la indemnización tampoco servirá y encima saldrá de las arcas públicas no de sus bolsillos-, ni servirá para que las demás familias estemos tranquilas. Sigue sin existir un protocolo de qué hacer en estos casos. Podría ocurrir otro Excálubir.
Ahora miremos el otro lado. ¿Sirve de algo que un político dimita y no se haga nada en los mecanismos de control? No, no estoy hablando de pactos anticorrupción, si no de herramientas factibles. El desencadenante del afeo público suele venir de la mano de una denuncia periodística, policial o ciudadana. La suerte en la mayoría de los casos desemboca en un resultado u otro: que el acusado no sea intocable, que las pruebas no sean destruidas, que las presiones a los investigadores no sean demasiado fuertes, que el juez instructor sea insistente. Demasiados condicionante como para creer que cuando alguien intenta puentear la ley, el Estado de Derecho actuará contra él. Entonces, ¿por qué quedarnos con la dimisión cuando lo que necesitamos son acciones, contundentes y en varios sentidos?