El domingo por la mañana leí el artículo sobre el naufragio del crucero Costa Concordia en El País. Hasta entonces sólo me había planteado cómo puede un barco chocar contra unas rocas en el Mediterráneo y, sobretodo, cómo puede ser tan deficiente la evacuación para acabar con víctimas mortales. Pero entonces el texto de Pablo Ordaz me abrió los ojos a una realidad muy particular de la tragedia: la situación de la familia Tomás. Ellos eran los únicos de los 178 españoles que viajaban en el crucero que habían denunciado la desaparición de uno de sus miembros en el naufragio.
Se trataba del tío Guillermo. Una persona de 68 años con una discapacidad psíquica. Era tan dependiente como los cuatro niños que viajaban en el grupo familiar. Eso no era excusa para dejarlo aparcado en una residencia en vacaciones e iba con ellos a todos los viajes. Desgraciadamente, su desaparición no fue porque el tío Guillermo se desorientara y no supiera decir, una vez rescatado, quién era. Su sobrino respondía a Rne que estaban seguros de que uno de los cuerpos encontrados sin vida era el suyo, porque llevaba una placa identificativa.
A pesar del fatal desenlace, los Tomás pueden estar más que orgullosos de sus decisiones. No conozco el día día de la familia, pero estoy segura que el tío Guillermo vivió como uno más, disfrutó de todo su cariño y nunca se sintió una carga. Un sentimiento que sí que comparten muchos de los discapacitados y ancianos que actualmente están en residencias o viven solos sin la visita de ningún hijo o nieto.
Y hay otros que tienen peor suerte incluso. El Centro Reina Sofía desvelaba hace poco los datos del maltrato sobre ancianos: 60.000 cada año. Y esto son solo los reconocidos, ya que el ámbito de los abusos no se produce sólo en residencias ilegales o centros de día sin licencia, si no en el entorno familia. Hijos, nietos, sobrinos que maltratan psicológicamente, físicamente, que se aprovechan económicamente de los ya indefensos y que muchas veces acaba en su muerte sin que nadie lo investigue. La violencia más ignorada – como alerta Carmen Magallón en las páginas de Público– que aunque sólo fuera por egoísmo, ya que todos seremos ancianos alguna vez, deberíamos denunciar y hacerla desaparecer.